SUEDE
Ian Waelder
14 Septiembre - 16 Diciembre, 2016

“Suede” de Ian Waelder, 2016. Vista e la exposición en L21

“Suede” de Ian Waelder, 2016. Vista e la exposición en L21

A nice reason to see each other again, 2016

Instalación sonora cuadrafónica de una acción sucedida en el mismo espacio de la galería.  7 mins en loop

Edición de 3

I used these shoes for a few months (March/April, 2015), 2016

Zapatillas de skate usadas, fundidas en bronce y pintadas a mano por el artista. Cordones de zapato. 

Dimensiones variables

I used these shoes for a few months (March/April, 2015), 2016

Detalle

I used these shoes for a few months (March/April, 2015), 2016

Detalle

“Suede” de Ian Waelder, 2016. Vista e la exposición en L21

A nice reason to see each other again, 2016

Instalación sonora cuadrafónica de una acción sucedida en el mismo espacio de la galería.  7 mins en loop

Edición de 3

Dear leg, 2016

Impresión Inkjet en papel  Hahnemühle, enmarcado en aluminio negro.
Ed. 3+1 P.A. 
40 x 30 cm

I seriously couldn’t understand why, 2015

Resto de pladur encontrado con suciedad y marcas tras recibir golpes de ruedas de skate.

64 x 120 cm

SUEDE
Texto por Sonia Fernández Pan

 

La US50 es una autopista de más de cuatro mil kilómetros que cruza horizontalmente Estados Unidos. Durante su recorrido, en el estado de Nevada, atraviesa un desierto en el que existe un álamo del que cuelgan muchos pares de zapatos en sus ramas. Ambos, la US50 y este árbol ocupado por zapatos anónimos, son los elementos que Agustín Fernández Mallo usa como nexo para conectar a los numerosos personajes de una novela que sirvió como etiqueta fallida para una supuesta generación de escritores que nunca existió. Cuando Ian Waelder me habló de Suede por primera vez y de su intención de colgar un par de zapatillas en lo alto del nuevo espacio de la L21, lo primero que se me vino a la cabeza fue ese árbol de Nocilla Dream. Una novela en la que no había pensado desde hace muchos años y en la que el entusiasmo de su lectura fue escoltado rápidamente por el olvido. Hasta Suede y esas conexiones que suceden de manera inesperada gracias al arte con situaciones del pasado, pero también del futuro cercano. De hecho, pocas semanas más tarde, caminando por una carretera del extrarradio de Barcelona -nuevamente con el arte como excusa- me encontraría con un par de botas colgadas de un cable eléctrico sobre una vía secundaria de trenes de mercancías. Como me comentaría una de las personas que me acompañaba, en Argentina los zapatos colgados del tendido eléctrico funcionan como un código (también un secreto a voces) para informar de manera ingeniosa que en ese lugar y en sus proximidades es posible comprar drogas. Esta explicación me pareció razonable al tener en cuenta la historia pasada de aquel lugar y las leyendas urbanas que todavía lo acompañan. Sin em- bargo, pensando en su estado actual -casi como una distopía sucedida antes de tiempo- y en la localización concreta de aquellos zapatos, mi razonamiento desestimó esta explicación para permanecer en la duda del por qué y del cómo habían terminado ese par de botas allí colgadas, en medio de una infraestructura industrial poco adecuada para paseos espontáneos o transacciones esporádicas. Un enigma más que se une al misterio general del shoe tossing, de los agroglifos en los campos de cultivo, de las estaciones numéricas y tantos números enviados de manera intermitente a través del espacio radiofónico, de las placas de Toynbee y sus mensajes diseminados por Estados Unidos y Latinoamérica o también de esas grapas desperdigadas por el espacio urbano que se adhieren a los neumáticos de las bicicletas con la intención de pincharlos de vez en cuando.

El shoe tossing es una práctica que consiste en colgar zapatos en líneas de cableado eléctrico, de telefonía o incluso árboles. Ahora bien, para que esto sea posible, los zapatos han de tener cordones. Del mismo modo que en Nocilla Dream, los zapatos pueden acumularse en un mismo punto en concreto, aumentando la eficacia visual del mensaje pero también del misterio. El shoe tossing, como práctica que se extiende a lo largo del mundo, posibilita una idea de comunidad en la que sus integrantes no tienen por qué conocerse de manera personal sino que existe y se hace visible a través de un objeto compar- tido. Zapatos, en este caso. Una manera crítica de pensar el objeto -también el artístico- aparece cuando tenemos en cuenta los procesos de producción que lo posibilitan. Procesos que incluyen toda una serie de relaciones humanas y laborales que no tendemos a considerar en nuestra relación diaria con aquellos objetos con los que nos identificamos y que, en consecuen- cia, hablan de nosotros. Además de esta vida previa, existe una vida posterior del objeto que se manifiesta en aquello que hacemos con él. Tanto en relación a su uso común como a variaciones personales y alejadas de esta utilidad general. Como,por ejemplo, fundir un par de zapatillas con bronce para colgarlas en lo alto de un espacio privado y no público.

Mucho antes de la actual efervescencia por la ontología del objeto, Walter Benjamin afirmó que existe un lenguaje de las cosas. Un tipo de comunicación que se da a través de una comunidad definida por la materia. Y que así como existe un lenguaje de las piedras o de los rascacielos, existe también un lenguaje de los zapatos. Y que todos estos lenguajes existen de manera simultánea en una cacofonía silenciosa para nosotros, los humanos, que nos sujetamos unos a otros a través de la palabra. Pero ¿quién traduce este lenguaje de las cosas? ¿Es posible traducirlo? ¿Es un lenguaje como tal? ¿Qué significa traducir unas cosas en otras? Según Hito Steyerl, Benjamin apuntaría con esta apología de las cosas hacia una política de la forma. Y esta se posicionaría en contra del protagonismo de los contenidos o del origen del lenguaje en todo aquello que tiene que ver con los procesos de traducción. Este lenguaje de las cosas con el que Benjamin ejecuta un giro excéntrico de la filosofía las entiende con independencia al ser humano y podría ser visto como un hito fundacional de las acusaciones que a día de hoy pesan contra el antropocentrismo y nuestra manera de estar en el mundo como un ejercicio de dominación de la realidad.

Pero esta autonomía del objeto -como cualquier otra- es relativa. Los objetos existen unos en relación a otros, pero también en relación a nosotros. Y, más que los objetos en sí, son interesantes las relaciones que se producen a través de ellos. Es más, son estas relaciones las que marcan su potencial carácter extraordinario. Personalmente entiendo los objetos como cápsulas de tiempo, como testigos de momentos prolongados o situaciones concretas a las que esos objetos quedan perman- entemente vinculados, aún a riesgo de seguir colocando al ser humano en una posición central en la vida de los objetos. Como souvenirs emocionales, pero sin la carga despectiva o negativa de este concepto prestado de otra lengua y manipulado con otro significado por la nuestra. Es por ello que percibo el tiempo pasado a través de muchos objetos y no tanto desde la medición pragmática del calendario, que sí uso conscientemente para relacionarme con el futuro. Los objetos del futuro existen en potencia, siempre están por llegar a nuestras vidas. A veces lo hacen en forma de proyección y son fácilmente visibles, como un par de zapatillas nuevas que darán remplazo a las que se han quedado viejas por el desgaste. De manera similar Ian entiende sus zapatillas como testigo de una acción que ejercemos sobre el objeto y con él. Una acción que, en este caso, se refiere tanto al hecho de caminar como al de patinar sobre una tabla de skate, otro objeto que también actúa como testigo de un desgaste progresivo a lo largo del tiempo y que lo hace desde una relación de dependencia entre objetos. Para que una tabla de skate se desgaste con el uso es necesario que otro objeto -un par de zapatillas- sufra una acción parecida.

El desgaste es una acción que sucede en el tiempo, pero también en el espacio. Volviendo a ese lenguaje de las cosas del que habla Benjamin, podríamos quizás imaginar una memoria del espacio que acumula todas las situaciones que suceden en él. Y que sólo permanecen si existe un registro de las mismas. Podríamos también pensar en un lenguaje del espacio que existe a través de otros lenguajes, por ejemplo, de aquellos que derivan de los objetos que lo habitan intermitente durante un tiempo. La memoria del espacio es una memoria compartida que no sólo permanece dentro de él sino que se desplaza a otros lugares con esos objetos que lo transitan. Esta acumulación de situaciones perecederas también tiene el efecto contrario: la desmemoria del espacio. ¿Qué ocurre cuando la actividad de un espacio se traslada a otro? ¿Cuándo un espacio es la actividad que sucede dentro de él y no tanto el lugar específico que ocupa? ¿Qué ocurre cuando un espacio se reforma y con esta transformación elimina las huellas de su estado anterior o cualquier indicio de actividad previa? ¿Cómo se manifi- estan todos esos espacios que han sido reemplazados por otros? ¿Es posible acceder a ellos más allá del registro fotográ- fico?

Hay una frase de Raphaël Zarka que Ian usa como statement y que se refiere a los efectos que toda acción produce. The noise, the traces and marks are the results of an activity that did not necessarily expect to produce them. Estos efectos, sin llegar a desvincularse del todo de la actividad que los produce, pueden funcionar de manera independiente. Como huellas o marcas que no son simplemente algo que queda, sino algo que se dirige a otra parte. Algo que transporta una acción en el tiempo, hacia adelante, pero que es capaz de omitir la literalidad del referente. Recuerdo aquí una obra de Elena Almeida que amplificaba el sonido producido por el contacto entre un lápiz y un papel y que, sin la explicación correspondiente, no habría atribuido a la relación entre estos dos elementos. De hecho, ella aumentaba de manera consciente el volumen para extraviar el referente de un gesto sutil. El protagonismo del dibujo como huella de una acción física era sustituido por la permanencia sonora de esas misma acción. Recuerdo también una obra de Janet Cardiff y George Bures Miller para la documenta13, Alter Banhof Video Walk, en la que se producía una confusión entre diferentes realidades que habían tenido lugar en un mismo espacio en tiempos diferentes, la estación de tren de Kassel. Alter Banhof Video Walk funcionaba como una película móvil incorporada al cuerpo. Cada espectador caminaba por la estación observando en la pantalla de un Ipod ese mismo espacio, pero acompañado por un narrador omnisciente, otras personas y otras situaciones. La confusión entre realidades no se debía tanto a que la estación de tren que aparecía en la pantalla era la misma en la que estaba mi cuerpo como a la sustitución del sonido real por el sonido binaural de la grabación fílmica a través de unos auriculares. Lo que más recuerdo de aquella experiencia es dar un salto hacia atrás en la estación de tren creyendo que iba a ser atropellada por un skater que posterior- mente aparecería cruzando el espacio en la pantalla de mi Ipod. De no haber sido por la experiencia sonora de aquel recorrido, Alter Banhof Video Walk se habría convertido en otro video más dentro de una pantalla portátil.

Siempre he sido un tanto escéptica con esa idea de que una imagen vale más que mil palabras o que una imagen congela un momento concreto en el tiempo. Cuando miro una fotografía personal soy consciente de que estoy mirando una imagen que ni siquiera he vivido de la manera a cómo esta imagen la presenta. Si bien no me interesa el antagonismo entre imagen y sonido, este último permite reproducir la temporalidad de un momento concreto. Ahora bien, esto quizás no posibilita ese fuera de campo que hace tan atractiva a la fotografía. Por contrapartida, el sonido permite un tipo de inmersión acústica que elimina la posibilidad de escuchar mnemotécnicamente otras cosas. Mientras miramos una fotografía podemos pensar en muchas otras imágenes a la vez. Al escuchar algo difícilmente podemos escuchar mental y simultáneamente otra cosa que hayamos oído en el pasado. Sin embargo, centralizar toda experiencia sonora en la escucha, es olvidarse de los referentes, también objetuales, que producen ese sonido. Y que ese sonido existe más allá la escucha y con independencia a nosotros.

Volviendo al objeto y a su función como cápsula del tiempo o detonador de muchos relatos, tanto históricos como personales, no puedo evitar pensar en un texto que sirvió de pretexto para el origen de mi relación con Ian Waelder. Puede que dentro de los parámetros estrictos de la ontología un texto no pueda ser considerado como un objeto, pero sí la publicación que lo contiene. Believe me, I tried fue el proyecto de Ian a través del cual nos conocimos e iniciamos una relación a través del texto, por email, con motivo de otro texto que yo tenía que escribir para la publicación que formaba parte de su exposición en Sala d’arcs. Fue gracias a Ian que conocí entonces la historia de Anthony Pappalardo, un skater estadounidense al que el fracaso se le echó encima con la misma fuerza con la que el éxito había impulsado su carrera previamente. También descubrí con Ian una manera de combinar el arte con el skateboarding a través de la escultura. Con restos de objetos manipulados y desvincu- lados de su función original que podrían referirse a esa política de la forma mencionada por Benjamin. Una forma liberada de la utilidad inicial de un objeto descompuesto por partes y reconvertido en otra cosa, una escultura.

Con la publicación de aquel texto nuestra relación podría haber terminado. Sin embargo, al pensar en los e-mails que había- mos compartido durante el proceso y en esa manera que tiene Ian de hablar desacomplejadamente y en primera persona de muchas cosas de las que otros no hablan en relación al trabajo en arte, le propuse participar en esnorquel con una conver- sación por escrito. Se trataba de trasladar nuestros mails al espacio público, pero sin todos esos enlaces hipertextuales o el desorden de ideas que suelen acompañarlos. Como era de prever, escribimos aquella larga conversación en un tiempo bastante breve y de manera veloz. Una conversación que igualmente produjo otras conversaciones paralelas a través del email, nuestro método de comunicación habitual ya que no vivimos en la misma ciudad e Ian viaja bastante. A través de estos mails he podido seguir el trabajo de Ian desde sus anécdotas y comentarios personales. Han aparecido en ellos proyectos como The noise, the traces and de marks para el espacio LOCAL en Chile y que se relaciona de manera directa con Suede, como también lo hizo su intervención sobre la obra de Felipe Mujica en El biombo y el eco para el espacio Salón de Madrid.

Nuestra relación comenzó con posterioridad a After a Hippie Jump, la exposición individual de Ian para la L21 en 2014 en su espacio de Madrid. Un espacio que ya no existe, como tampoco existe el espacio de Mallorca en el que L21 ha llevado su actividad durante varios años y que tuve la ocasión de visitar dos veces. Una como visitante esporádica, con una exposición de Ignacio Uriarte en la que conocí a Óscar Florit y en la que me tropecé con Ian trabajando en su taller, dentro de la galería. La segunda fue como participante en L21 Art Fair gracias a la invitación de Ian y de la galería para hablar de esnorquel y de la conversación como metodología de trabajo e investigación. L21 Art Fair fue un evento que duró 3 días y en el que participamos bastantes personas con las que Ian se relaciona habitualmente, algunos de los cuales estamos identificados con el contexto barcelonés. Aunque sólo pude asistir a la primera jornada, L21 Art Fair fue también un espacio de convivencia entre todos aquellos que participábamos en las charlas y el equipo de la L21, demostrando que lo profesional no tiene por qué existir en oposición o en conflicto con lo personal.

A la hora de pensar un contexto artístico se abren dos posibilidades: una rígida, en la que se entiende que sus integrantes han de residir y trabajar de manera continuada en dicho contexto para ser considerados parte del mismo; otra expandida, en la que la pertenencia a un contexto viene dada por formas de intercambio a través de un contacto intermitente pero más o menos regular. Desde esta segunda perspectiva, algunos consideramos que Ian pertenece a otros contextos artísticos aunque viva y trabaje habitualmente en Mallorca. Fue con motivo de su residencia en L’Estruch de Sabadell que nos conocimos presencial- mente, en Barcelona y sin un teclado de por medio, volviéndonos a ver para la inauguración de Ruido en la galería Ana Mas Projects, una exposición en la que compartía espacio con Élia Llach y que estaba comisariada por Fede Montornés.

Aquel primer texto para Ian terminaba con un deseo enunciado que no he cumplido. Era un apunte personal hacia el futuro y no desde la experiencia de lo ya vivido. A punto de terminar este texto vuelve a mi cabeza el árbol de zapatos de Nocilla Dream, también las numerosas imágenes en internet que aparecen si uno teclea “shoe tossing” en Google. Casi todas se corresponden con una marca reconocible y algunas de ellas me recuerdan que tanto Ian como yo usamos la misma marca de zapatillas, si bien considero que una de las peores elecciones que se pueden hacer es ser fiel a una marca de manera casi incondicional. Y que, no obstante, hay una gran diferencia entre las zapatillas de Ian y las mías. Ambas son testigos del desgaste a través de acciones similares en vidas diferentes, pero unas han sido capaces de intercambiar la obsolescencia del objeto deteriorado por esa pulsión de futuro que Boris Groys señala en relación al arte. Un espacio que es capaz de dejar que los objetos hablen aún y cuando intentemos sujetarlos con el lenguaje.

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