La US50 es una autopista de más de cuatro mil kilómetros que cruza horizontalmente Estados Unidos. Durante su recorrido, en el estado de Nevada, atraviesa un desierto en el que existe un álamo del que cuelgan muchos pares de zapatos en sus ramas. Ambos, la US50 y este árbol ocupado por zapatos anónimos, son los elementos que Agustín Fernández Mallo usa como nexo para conectar a los numerosos personajes de una novela que sirvió como etiqueta fallida para una supuesta generación de escritores que nunca existió. Cuando Ian Waelder me habló de Suede por primera vez y de su intención de colgar un par de zapatillas en lo alto del nuevo espacio de la L21, lo primero que se me vino a la cabeza fue ese árbol de Nocilla Dream. Una novela en la que no había pensado desde hace muchos años y en la que el entusiasmo de su lectura fue escoltado rápidamente por el olvido. Hasta Suede y esas conexiones que suceden de manera inesperada gracias al arte con situaciones del pasado, pero también del futuro cercano. De hecho, pocas semanas más tarde, caminando por una carretera del extrarradio de Barcelona -nuevamente con el arte como excusa- me encontraría con un par de botas colgadas de un cable eléctrico sobre una vía secundaria de trenes de mercancías. Como me comentaría una de las personas que me acompañaba, en Argentina los zapatos colgados del tendido eléctrico funcionan como un código (también un secreto a voces) para informar de manera ingeniosa que en ese lugar y en sus proximidades es posible comprar drogas. Esta explicación me pareció razonable al tener en cuenta la historia pasada de aquel lugar y las leyendas urbanas que todavía lo acompañan. Sin em- bargo, pensando en su estado actual -casi como una distopía sucedida antes de tiempo- y en la localización concreta de aquellos zapatos, mi razonamiento desestimó esta explicación para permanecer en la duda del por qué y del cómo habían terminado ese par de botas allí colgadas, en medio de una infraestructura industrial poco adecuada para paseos espontáneos o transacciones esporádicas. Un enigma más que se une al misterio general del shoe tossing, de los agroglifos en los campos de cultivo, de las estaciones numéricas y tantos números enviados de manera intermitente a través del espacio radiofónico, de las placas de Toynbee y sus mensajes diseminados por Estados Unidos y Latinoamérica o también de esas grapas desperdigadas por el espacio urbano que se adhieren a los neumáticos de las bicicletas con la intención de pincharlos de vez en cuando.
El shoe tossing es una práctica que consiste en colgar zapatos en líneas de cableado eléctrico, de telefonía o incluso árboles. Ahora bien, para que esto sea posible, los zapatos han de tener cordones. Del mismo modo que en Nocilla Dream, los zapatos pueden acumularse en un mismo punto en concreto, aumentando la eficacia visual del mensaje pero también del misterio. El shoe tossing, como práctica que se extiende a lo largo del mundo, posibilita una idea de comunidad en la que sus integrantes no tienen por qué conocerse de manera personal sino que existe y se hace visible a través de un objeto compar- tido. Zapatos, en este caso. Una manera crítica de pensar el objeto -también el artístico- aparece cuando tenemos en cuenta los procesos de producción que lo posibilitan. Procesos que incluyen toda una serie de relaciones humanas y laborales que no tendemos a considerar en nuestra relación diaria con aquellos objetos con los que nos identificamos y que, en consecuen- cia, hablan de nosotros. Además de esta vida previa, existe una vida posterior del objeto que se manifiesta en aquello que hacemos con él. Tanto en relación a su uso común como a variaciones personales y alejadas de esta utilidad general. Como,por ejemplo, fundir un par de zapatillas con bronce para colgarlas en lo alto de un espacio privado y no público.
Mucho antes de la actual efervescencia por la ontología del objeto, Walter Benjamin afirmó que existe un lenguaje de las cosas. Un tipo de comunicación que se da a través de una comunidad definida por la materia. Y que así como existe un lenguaje de las piedras o de los rascacielos, existe también un lenguaje de los zapatos. Y que todos estos lenguajes existen de manera simultánea en una cacofonía silenciosa para nosotros, los humanos, que nos sujetamos unos a otros a través de la palabra. Pero ¿quién traduce este lenguaje de las cosas? ¿Es posible traducirlo? ¿Es un lenguaje como tal? ¿Qué significa traducir unas cosas en otras? Según Hito Steyerl, Benjamin apuntaría con esta apología de las cosas hacia una política de la forma. Y esta se posicionaría en contra del protagonismo de los contenidos o del origen del lenguaje en todo aquello que tiene que ver con los procesos de traducción. Este lenguaje de las cosas con el que Benjamin ejecuta un giro excéntrico de la filosofía las entiende con independencia al ser humano y podría ser visto como un hito fundacional de las acusaciones que a día de hoy pesan contra el antropocentrismo y nuestra manera de estar en el mundo como un ejercicio de dominación de la realidad.
Pero esta autonomía del objeto -como cualquier otra- es relativa. Los objetos existen unos en relación a otros, pero también en relación a nosotros. Y, más que los objetos en sí, son interesantes las relaciones que se producen a través de ellos. Es más, son estas relaciones las que marcan su potencial carácter extraordinario. Personalmente entiendo los objetos como cápsulas de tiempo, como testigos de momentos prolongados o situaciones concretas a las que esos objetos quedan perman- entemente vinculados, aún a riesgo de seguir colocando al ser humano en una posición central en la vida de los objetos. Como souvenirs emocionales, pero sin la carga despectiva o negativa de este concepto prestado de otra lengua y manipulado con otro significado por la nuestra. Es por ello que percibo el tiempo pasado a través de muchos objetos y no tanto desde la medición pragmática del calendario, que sí uso conscientemente para relacionarme con el futuro. Los objetos del futuro existen en potencia, siempre están por llegar a nuestras vidas. A veces lo hacen en forma de proyección y son fácilmente visibles, como un par de zapatillas nuevas que darán remplazo a las que se han quedado viejas por el desgaste. De manera similar Ian entiende sus zapatillas como testigo de una acción que ejercemos sobre el objeto y con él. Una acción que, en este caso, se refiere tanto al hecho de caminar como al de patinar sobre una tabla de skate, otro objeto que también actúa como testigo de un desgaste progresivo a lo largo del tiempo y que lo hace desde una relación de dependencia entre objetos. Para que una tabla de skate se desgaste con el uso es necesario que otro objeto -un par de zapatillas- sufra una acción parecida.